Meditar, en su esencia, busca la tranquilidad de la mente, la capacidad de adentrarnos voluntariamente en un rincón de serenidad interior y permanecer allí durante un tiempo determinado. Las recompensas de este viaje hacia nuestro interior son inmensamente enriquecedoras: sanación física, equilibrio emocional y un despertar espiritual.
Sin embargo, lo común al intentar meditar es descubrir que en lugar de un lago sereno donde sumergirnos, a menudo nos encontramos con una cacofonía de pensamientos y distracciones. Muchos de mis alumnos se frustran al enfrentar esta realidad: «¡Nunca podré dejar de pensar!».
Paradójicamente, el mero hecho de ser conscientes de este tumulto interior ya es un primer paso en la meditación. Tomamos consciencia de lo que sucede en nuestro interior, incluso si no nos agrada. El siguiente paso consiste en liberarnos del «me gusta» y «no me gusta», en otras palabras, del juicio. Esa vocecita crítica y punzante que constantemente evalúa y descalifica nuestros pensamientos, intenciones, habilidades y, por supuesto, a los demás.
Ah, por cierto, ¿han notado lo poco elegantes que iban algunas actrices en la gala el otro día? Mis disculpas, me he desviado del tema del artículo. Esto suele suceder al intentar meditar: nos enfocamos en un pensamiento o en la ausencia de pensamientos y, en un abrir y cerrar de ojos, nos distraemos con asuntos totalmente terrenales.
El siguiente paso es esa vocecita que sin clemencia alguna nos reafirma en nuestra supuesta ineptitud. No obstante, al igual que en el gimnasio, donde no podemos mantener un músculo tenso de forma constante, sino que debemos relajarlo antes de volver a tensarlo, la meditación sigue un patrón similar. Si nos distraemos de nuestro objetivo, simplemente volvemos a él, sin recriminaciones. De este modo, fortalecemos el «músculo» de la meditación, y con el tiempo, nos distraeremos cada vez menos e incluso podremos alcanzar la vacuidad mental, ese espacio que existe entre un pensamiento y otro.
Como estamos empezando a entender, la meditación se basa en la práctica de mantener una atención enfocada. Esta atención puede dirigirse hacia un objeto externo, un pensamiento, la propia respiración, la observación de nuestra propia consciencia o el estado de concentración en sí mismo. Es un proceso gradual de tensionar y relajar, donde cada esfuerzo nos acerca más a la quietud mental que buscamos.